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Soy consciente que es “más fácil escribir contra la
soberbia que vencerla”, como afirmaba el escritor español Francisco de Quevedo, pero no deja de ser un ejercicio mental interesante analizar sus
implicancias.
Quizás una de las mejores definiciones corresponda
a José de San Martín: “La soberbia es
una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se
encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”.
En tiempos remotos, el personaje emblemático
por antonomasia es Tarquinio el Soberbio, último
rey de la antigua Roma. Su
gobierno tiránico y ambicioso desencadenó la caída de la monarquía y el
nacimiento de la República Romana.
En épocas más recientes, un ejemplo es Silvio Berlusconi, el cual fue
conocido por su comportamiento arrogante durante su mandato como primer
ministro de Italia. Su
falta de humildad le costó popularidad y llevó a escándalos mediáticos que
afectaron su carrera.
En la actualidad, Donald Trump se destaca por su
retórica altanera y desprecio hacia sus oponentes. Esta actitud ha generado
polarización y debilitó el diálogo político en Estados Unidos.
En algunas ocasiones, la arrogancia tiene un
componente juvenil que lleva a los políticos sin mucha trayectoria a una mala
pasada, y en otras circunstancias colaboran las actitudes de algunos ciudadanos
de atribuirles dotes supranaturales a personas de carne y hueso como cualquier
mortal. Siempre se ha dicho que la soberbia es mala consejera y es el
preanuncio de que un gobierno no termine bien.
Pero es loable señalar que no
todos los líderes políticos desarrollan actitudes de soberbia una vez que llegan al poder, y existen casos en los que mantienen
una actitud humilde y respetuosa hacia los demás.
Lo interesante de esta arma secreta que
destruye Imperios, es que no se suele emplear intencionalmente desde unos
contra otros, sino que el sujeto la ejercita contra sí mismo. El peligro del
humano que no toma dimensión de sus limitaciones y temporalidad.
Emilio Rodríguez
Politólogo y Magister