El mundo extraña la magia

29/10/2025 16:12:52
La obra "El otoño de la Edad Media" muestra la decadencia del periodo histórico conocido como Edad Media, mientras describe sus características de madurez, analiza las ideas, sueños, emociones, imágenes y formas con las que se manifiesta todo el conjunto social de una época que toca a su fin. De un estilo literario casi poético, se considera una obra pionera en el campo de la historiografía, aportando la posibilidad de estudiar la idealización que cada época hace de sí misma (historia de las mentalidades).

Desde sus orígenes, la humanidad ha desarrollado distintos esquemas de emulación vincular y social. La acción del sujeto siempre ha estado mediada por parámetros simbólicos e ideas: unas más revolucionarias, otras más estructurales. En general, esas ideas surgieron desde la marginalidad y, con el paso del tiempo, se convirtieron en arquitecturas ideológicas.
 
En todos los grandes procesos de cambio hay algo que predomina sobre los demás factores: la necesidad.

La necesidad está vinculada a la naturaleza misma del sujeto. Las crisis políticas, económicas, sociales y culturales provocan rupturas en los sistemas simbólicos que sostienen a los colectivos humanos. Esas rupturas pueden nacer desde arriba —por el colapso de las estructuras— o desde abajo —por la acción de lo marginal o lo revolucionario—, pero en ambos casos reconfiguran la manera en que los hombres se piensan a sí mismos y a su mundo.
 
El caso cristiano-medieval.

La Edad Media, en sus comienzos, atraviesa una normativa que todavía deviene de la comunidad: de lo social, de lo cotidiano. Aún no logra institucionalizarse. Es una época que convive con una búsqueda del sentido, pero una vez que la institución eclesiástica se consolida, ella misma comienza a imponer los límites de esa búsqueda.

El cristianismo, en sus orígenes, se presentó como un mensaje de salvación dirigido a los sectores subalternos del Imperio Romano. Ofrecía una esperanza de redención ante el sufrimiento y, al mismo tiempo, una organización moral que contenía al sujeto en su dolor. Sin embargo, junto con esa esperanza, se introdujo un nuevo modo de control: la melancolía.

La melancolía es una de las piedras angulares del cristianismo. El saber es pecado, el deseo es pecado, el cuerpo es tentación. En esa lógica, la culpa limita, moldea y genera conciencia con un sentido magnánimo: sostener una comunidad desde lo individual y lo colectivo. El cristianismo crea la melancolía, pero también ofrece su cura. El sujeto medieval actúa impulsado por la promesa de la salvación o el temor de la condena: toda su energía vital está mediada por ese horizonte.

El cristiano medieval es un sujeto dependiente, sin connotaciones negativas, sino dependiente de la necesidad comunitaria. Su sentido de responsabilidad individual se diluye en la comunidad: es parte de un cuerpo social que delega, que media a través de la magia, del rito, del símbolo. “La delegación está mediada por la magia” podría ser, de hecho, una síntesis del orden cristiano-medieval. Allí donde la institución domina, el individuo se funde en el colectivo, y su libertad se transforma en obediencia.
 
El auge de la Europa cristiana: ante la falta de sentido, sentido.

Durante la Plena Edad Media, el ser humano experimentó la magia en su sentido más profundo. La idea de igualdad y la consideración del otro como un par se basaban en la máxima: “Traten a los demás como quieren que ustedes sean tratados.”
Comprender el sentir medieval exige despojarnos del formato humano moderno y posmoderno; es un ejercicio difícil, porque el hombre medieval no es racional: es emocional. Vive en una tensión constante entre lo sagrado y lo profano, entre la culpa y la salvación, entre la melancolía y la esperanza.
 
Su realidad está tejida de símbolos. Las ideas y las imágenes cristianas se materializan en gestos, en objetos, en liturgias. Cada cosa tiene un sentido trascendente: los leones, las flores de lis, las campanas, las espadas, las catedrales. Todo es Sacro.
El derecho mismo está en la ética, no en el papel; el perdón, más que un trámite, es una práctica vital. La justicia medieval se piensa en términos de fe, no de norma.

En este mundo, la culpa es también una forma de orden. Pero no todos la sienten igual: los sectores más humildes son los más fieles a las prácticas del clero cristiano, mientras que la nobleza y el alto clero, los más privilegiados, se alejan de la fe que predican. En ellos, la culpa se disuelve bajo el peso del poder y del oro.
El hombre medieval vive, como diría Huizinga, en un “mero desfile de sueños fugaces”: una sucesión de crisis espirituales que se renuevan una y otra vez. Sin discernimiento, necesita del alimento sagrado; su credulidad es una forma de sostener la existencia. En esa falta de sentido personal, halla el sentido total que le brinda el cristianismo. Ese es el sentido que el humano ha perdido a través de la Modernidad y Postmodernidad, pues tal y como Jacques Le Goff nos lo recordaba en cada entrevista "Le debemos todo a la Edad Media".

El sujeto medieval vive dentro de la cueva platónica: un espacio de seguridad y confianza, donde la luz proviene de lo simbólico que ofrece la fe. El sabor de todo lo noble de la vida —la amistad, el amor, la justicia— se origina en esa esfera divina que otorga significado al dolor.
 
Crisis y peste: la muerte del sentido.

La Peste Negra del siglo XIV no solo devastó Europa en términos demográficos; también enfermó el alma medieval. La muerte masiva quebró la promesa de redención. Las oraciones ya no alcanzaban, los ritos no protegían, y Dios parecía ausente.
El cristiano medieval, acostumbrado a delegar su destino en la divinidad, se enfrentó por primera vez a una sensación radical de vacío. La peste hizo visible la fragilidad del orden simbólico que sostenía la vida comunitaria: desnudó la impotencia de la Iglesia, la corrupción del clero y el agotamiento del ideal caballeresco.
Esa experiencia de catástrofe colectiva dejó una marca indeleble. La muerte, omnipresente, sembró melancolía y desconfianza, pero también impulsó un nuevo tipo de conciencia: una mirada más terrenal sobre la existencia. El sufrimiento, antes interpretado como prueba divina, comenzó a verse como consecuencia humana.

La peste, en cierto modo, fue el laboratorio donde se gestó el espíritu del cambio: una transmutación del dolor en pensamiento, del símbolo en reflexión, del misterio en observación.
 
Los gremios y el trabajo: alquimia del hacer.

En medio de esa crisis, los gremios medievales ofrecieron una forma distinta de comunidad. Herederos de las corporaciones romanas, pero imbuidos de espiritualidad cristiana, los gremios fueron escuelas del trabajo y de la fe.

Allí, el oficio tenía un valor sagrado: el maestro no solo enseñaba técnica, sino virtud; el aprendiz no solo imitaba, sino que se formaba moralmente. Cada herramienta, cada acto de creación, era una pequeña liturgia.

Sin embargo, los gremios fueron también los primeros espacios donde la producción se organizó racionalmente, anticipando el orden burgués. A través del control del aprendizaje, la regulación del trabajo y el comercio, el artesano fue tomando conciencia de su autonomía. En el taller se gestaba una nueva alquimia: la del trabajo como medio de realización personal, no solo de servicio divino.

De ese cruce entre la espiritualidad del oficio y la técnica perfeccionada surgiría el germen de la mentalidad moderna. El burgués, antes de ser comerciante, fue artesano: un hombre que halló en el hacer un sentido que ya no dependía del dogma.
 
La alquimia laica: el burgués no comprende la culpa.

A partir del siglo XII —y con mayor fuerza tras la crisis del XIV—, alrededor de los castillos y los antiguos burgos, surgen las ciudades libres. Allí se gesta el burgués: un sujeto que se arriesga, que desafía las normas de lo sagrado y que comienza a actuar en nombre propio.

La técnica se perfecciona, el comercio crece, y el poder feudal se diluye. El burgués es capaz porque es libre; escapa del pensamiento colectivo y se emancipa de la dependencia espiritual.

Mientras el hombre medieval construye cuevas de Platón, el burgués abre las puertas de un mundo, que tampoco será eterno. Ya no busca la verdad solo en la proyección divina, sino en lo empírico, en el cálculo, en el valor de las cosas. El búho de Minerva, como diría Hegel, emprende su vuelo al anochecer: el día medieval se apaga, y la razón moderna amanece.

En este tránsito, se produce una transformación radical del sujeto. El burgués deja atrás la magia como mediación y la reemplaza por el método, por la razón, por la lógica del intercambio. La alquimia espiritual se convierte en alquimia material: el oro ya no es símbolo de pureza, sino de riqueza; la redención, de solvencia.
El hombre moderno nace cuando el derecho deja de estar en la ética y pasa a estar en el papel; cuando el perdón se vuelve un procedimiento y no una virtud. La culpa deja de ser motor y se convierte en obstáculo.

La burguesía inaugura, así, una nueva forma de necesidad: la necesidad de un idealizado "progreso", de acumulación, de dominio sobre la naturaleza.

El hombre medieval vivía en comunión con su entorno: percibía el cuerpo, la naturaleza y a los otros como partes de un mismo tejido simbólico. El hombre moderno, en cambio, es un sujeto absolutamente responsable de sí mismo —aún en el pecado, racional y solitario. Sus vínculos se institucionalizan, se racionalizan, se escriben. La comunidad se transforma en contrato, la fe en certeza, la promesa en cálculo.
Huizinga lo advirtió con lucidez: en la flor más brillante de la cultura medieval ya germinaba su decadencia. La burguesía, al secularizar la esperanza, inaugura el tiempo de la razón y con él, el desencanto.

El mundo pierde su magia. Pero la necesidad, inmutable, sigue siendo el motor: solo cambia de rostro.

Bibliografía consultada
  • Huizinga, Johan (1919). El otoño de la Edad Media. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
  • Le Goff, Jacques (1985). La civilización del Occidente medieval. Barcelona: Paidós.
  • Eliade, Mircea (1957). Lo sagrado y lo profano. Madrid: Guadarrama.
  • Duby, Georges (1980). El tiempo de las catedrales. Madrid: Taurus.
  • Bloch, Marc (1949). La sociedad feudal. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

El Arte Del Buen Decir

Pintura: "The Arrival of the Plague" (1909) de Frederick Simpson Coburn